Cuestión de suerte
Cuando los asesinos comenzaron a matar funcionarios, Alfred estaba en el baño porque había comido demasiado y el exceso le había sentado mal. Esa desagradable circunstancia no solo le salvó la vida, sino que le hizo ascender varios puestos en la corte.
Poco después, una flecha dirigida a su persona se clavó en su mayor competidor, que se puso en medio justo a tiempo. La casualidad quiso también que más adelante otro compañero probara el vino envenenado que estaba destinado a acabar con Alfred.
Entonces muchos competidores recelosos excavaron en su pasado y encontraron la larga lista de afortunadas casualidades que le habían llevado a su posición. Alfred fue declarado culpable de asesinato pero siguió con el ánimo en alto. Estaba convencido de que la fortuna volvería a cobrarse una nueva víctima para salvarle a él. Y eso siguió pensando hasta que estuvo frente a frente con el verdugo.
Déborah F. Muñoz
Poco después, una flecha dirigida a su persona se clavó en su mayor competidor, que se puso en medio justo a tiempo. La casualidad quiso también que más adelante otro compañero probara el vino envenenado que estaba destinado a acabar con Alfred.
Entonces muchos competidores recelosos excavaron en su pasado y encontraron la larga lista de afortunadas casualidades que le habían llevado a su posición. Alfred fue declarado culpable de asesinato pero siguió con el ánimo en alto. Estaba convencido de que la fortuna volvería a cobrarse una nueva víctima para salvarle a él. Y eso siguió pensando hasta que estuvo frente a frente con el verdugo.
Déborah F. Muñoz
Admiraba a su padre y por eso desde niño deseó siempre ser un caballero, para ser como él y defender el honor del reino. Iba con su padre cada que podía para que le enseñara a montar. Sólo tenía un pequeño, diminuto problema: detestaba a los caballos y ellos a él. Alfred siempre temía que cualquiera de los dos, bestia o jinete, acabara lastimado aunque no había ocasión en la que él no terminara en el suelo y llorando porque ninguno quería cargar con semejante bulto.
Bastaron algunos años para acoplarse con Kamal (el único en su vida) y así poder ostentar la armadura. Los roces con el país vecino llevaron a un ataque que ya todos deseaban. Esperaba con ansia el momento de tener a sus enemigos frente a frente y vencerlos. Claro está que lo primero no asegura lo segundo.
Cuando reparó en que era de los últimos sobrevivientes, puso pies en polvorosa antes de que pasara lo que tenía que pasar. Llegó desfalleciéndose al castillo y ante los pies de los reyes dijo que fue el único que salió de ahí vivo. La reina Mildred lo veía condescendientemente pero se notaba que el rey Ryker no estaba conforme. El interrogatorio de Alfred duró un par días. Para su suerte (y nada más que la de él), sus aliados no salieron de ahí y sus enemigos sí que salieron pero encaminados directo a su muerte a manos de criaturas de filosa dentadura.
Desde entonces se empezó a hablar de él, unos lo tomaban por héroe al sobrevivir y otros por traidor al haber huido. Desde entonces, Alfred comenzó a tener una vida cada vez más escandalosa, siempre siendo el centro de atención.
Existen varios tipos de jornadas. Después de una buena, pasaría la noche bebiendo con los demás de la caballería. Tras una mala, se quedaría en su deplorable hogar a lamentarse. El inconveniente es que las buenas jornadas no se dan tanto y las malas abundan. Un mes después del acto (heroico o traicionero, no importa) sucedió la peor: Kamal se escapó de alguna manera y merodeaba por ahí buscando comida cuando se topó con un miembro poco amable de la corte que iba camino al castillo. Al animal no le gustó que intentara dañarlo y mejor lo hizo él primero. Aquella vez, Alfred al fin se dio cuenta de la fuerza del caballo cuando vio que le daba una patada en la cara que mandó al hombre casi volando y con el cuello partido en dos.
Fue inculpado de asesinato pues era el encargado del rocín. Por decreto real, su castigo sería asumir las funciones del finado. Tal vez esperaban que con el tiempo se deteriorara lentamente bajo la presión del cuidado de un poblado. Tal vez el resto de la comitiva igual estuviera cumpliendo su condena. Tal vez el reino estuviera bajo la influencia de criminales.
Gracias a su insaciable estómago, Alfred comió demasiado y el exceso le sentó bastante mal. Se encontraba liberándose en el baño cuando los asesinos irrumpieron y comenzaron a matar funcionarios. Así, cinco semanas después de su llegada, sobrevivió a otro embate de la manera cobarde (y esta vez desagradable) que al mismo tiempo le hizo subir como la espuma en la corte.
Hay que decir que, fuera ventura o no, desde entonces su racha de (supuesta) buena suerte comenzó a tener apariciones cada vez más frecuentes y esporádicas. Como aquella flecha dirigida a él que se clavó en el pecho de su competidor más codicioso. O cuando al reemplazo de su oponente vino a sucederle lo mismo, pero ese sí se recuperó.
Inocente. Nadie lo creía pero así era. No fue difícil que la gente recordara la lista de sospechosos eventos ocurridos alrededor de Alfred que lo habían colocado donde estaba. Fue sentenciado y mandado al calabozo: una penitencia dentro de otra.
Juraba para sí que una nueva casualidad lo sacaría del hoyo, literalmente. Estaba más que seguro que las coincidencias tomarían a alguien más en su lugar. Aunque tras un trimestre, el repugnante ambiente de su oscura celda lo hacía dudar un poco. Seguía convencido hasta el día de su ejecución, de frente a su verdugo.
Kamal relinchaba tan desesperadamente (si tal cosa es posible) que Alfred lo escuchaba mientras colocaba su cuello en la base de madera. Resignado, dijo unas palabras acerca de su inocencia y el bienestar de la nación para todas las personas mugrientas que desde abajo se divertían con su desgracia. Cerró los ojos cuando sintió el hacha cortar lentamente el aire. Oyó gritos de pánico y sorpresa. Esperaba verse muerto en dos piezas desde arriba al separar los párpados. En cambio, se topó con una multitud confundida, una mujer en el suelo soltando sangre de la cabeza y una cuña metálica al lado de ella. Si se hubiera girado, encontraba un hombre encapuchado sosteniendo un ridículo e inofensivo palo.
La desgracia se interpretó como prueba inequívoca de su alegada hechicería. A fin de acallar el murmureo, el rey ordenó que lo llevaran al castillo en cualidad de consejero para tomar ventaja de su demoniaca habilidad. Debía ofrecer protección al reino (del país vecino y compatriotas traidores) y estar a usar sus oscuros medios para facilitar la vida del monarca. Aceptó voluntariamente a fuerzas. Con toda pompa le hicieron entrega de un gran báculo como recibimiento.
Más personas aparte de los guardias y el matrimonio real vivían en la fortaleza, para su asombro. Se paseaba por el palacio con el báculo en mano casi todos los días (pues no podía salir). Él diría que hizo amigos pero sabía que esa amistad estaba condicionada al poder atribuido a su persona. Incluso a Ryker ya no tenía que agregarle la coletilla de ‘emperador’ o ‘su majestad’, lo mismo con la reina. La única en la que confiaba plenamente era Yadira.
No sabía muy bien por qué vivía ella ahí. Sentía algo por ella y Alfred sabía que era mutuo. Comenzaron a estar juntos más tiempo: sus recorridos para infundir miedo eran cada vez menos frecuentes. Pasaban largas noches unidos pero por el día sólo se daban miradas lujuriosas.
Obvio que no pudieron ocultarlo eternamente. La relación iba siendo cada vez más evidente para todos con el pasar de medio año. Hasta entonces, no había hecho mucho de provecho para la población e incluso podría asegurar que Ryker estaba enfadado con él.
Pan, vino, carne, más vino. Estaban celebrando que después de una larga espera, por fin la pareja real mostrara que no era infértil. Un heredero, qué ilusión. Estaban en el gran salón, la comida servida en la alargada mesa con más de cien personas masticando y bebiendo salvajemente cual banquete romano.
Quién diría que entre todo el ajetreo, anduviera una fina copa con el veneno exacto para matar una persona. Yadira llegó de sorpresa, más romántica de lo que jamás había estado en público. Lo besó un buen rato. Cuando pudo alejarla mordió lo que tenía en el plato y bebió de la copa. Alfred notó que no era la suya, Yadira la tenía en la boca. Tuvo un mal presentimiento pero ya era tarde.
Ryker estaba en el suelo agitando los pies, con las manos en el cuello. El rey murió envenenado a los pies de sus invitados. Uno fue a la cocina por ayuda pero no encontró a ningún sirviente sino unas hambrientas llamas que lo devoraron en segundos. Los criados hicieron una hoguera y huyeron quién sabe cuándo. El fuego de pronto estaba en la mesa y se alimentó de otros individuos que lo esparcieron más.
Salieron de milagro, guiados por Alfred, con el castillo ennegreciéndose a sus espaldas. Sin contar al rey, los quemados ni a Yadira entre los sobrevivientes. Hasta entonces supo que ella fue la concubina del rey en otro tiempo. Maldita suerte la suya, liarse con la amante del rey.
Terminó como héroe (ahora nadie lo dudaba) por salvar lo que quedaba de la monarquía. Con menos guardias, escapaba de vez en cuando y recuperaba el tiempo perdido con Kamal. Cabalgaba lo más lejos posible, sintiéndose libre por unos momentos pero siempre regresaba, como un pájaro a su jaula.
Unos cuatro meses de embarazo tendría Mildred cuando perdió al bebé. Nadie quería una mujer dirigiendo un país así que, con su favorecedora reputación, la gente propuso a Alfred para casarse. Podía elegir entre una grandiosa boda o retomar la cita pendiente con el verdugo.
Vistieron exagerados ropajes, acorde a su clase social. Fiestas sin desagradables incidentes. Banquetes sin mortales sorpresas. Un casamiento memorable. En la noche de bodas, Alfred cumplió porque sintió la obligación de hacerlo. Luego durmió largo y tendido. Entre los ronquidos de él, Mildred estaba con los ojos cerrados, balbuceando palabras ininteligibles para todos menos ella. Entre los dedos sostenía su collar: una piedra azul con forma de flor de cinco pétalos. Siguió hablando para sí. Alzó las comisuras de los labios, dejando entrever sus dientes de porcelana. Vaya que la suerte le sonreía a Alfred.